dimarts, 20 d’agost del 2013

Confesión núm. 21

Veo realities yanquis.

Ya está. Lo dije.

Y no sólo los veo, no. Los siento, lloro con ellos y me parecen extraordinarios. No importa la temática, ni si Mary Jane se casa con su novio de la escuela o si Tom el niño gordo hasta la náusea, pierde peso o si Lola y Michael van a conseguir, por fin, la casa de sus sueños o si Edgard, el director general de una multinacional, lleva peluquín y habla con sus empleados de tapadillo.

No-me-im-por-ta.

Puedo decirlo más alto, pero jamás más claro.

NO-ME-IM-POR-TA.






Los norteaméricanos tienen un pulso extraordinario para hilar historias. Pueden coger retazos de pura mierda y convertirlos en espectáculo, en momentos touchy (como los pijeras suelen llamarles ahora). Planos cortos, ediciones brillantes, guionistas tras los tiestos y una increíble forma de desarrollar sus cástings.

Hacen magia.

El mismo show aquí se basa, en exclusiva, en las miserias del equipo que realiza el show. Cuanto más inútiles, zarrapastrosos e ignorantes sean, mejor. El cásting es fruto de una noche de LSD sin piedad y lo que se perfila como historias no son más que chistes mal contados en bares de mala muerte. Desde la producción hasta la dirección pasan de puntillas por la estética, por la edición, por la historia, por transmitir algo.

Oh, bueno, me equivoco. Quieren transmitir cutrez, la sordidez del alma humana, lo esperpéntico.
El drama absurdo.

Ves ideas que brillan como soles en el cielo y que cuando desembarcan aquí se convierten en una suerte de apestosa amalgama.

¿Qué ocurre? ¿Cómo es eso posible?

Lo que transcurre en California, con novias llorosas y temblorosas, ramos de flores de colores imposibles, recuerdos a madres muertas, abuelas en camafeos, padres terminales... ¿dónde se queda?

El abrazo torpe del empleado que recibe, de pronto, un montón de dinero que ayudará a su niña a ser operada, el chico hispano con posibilidades que asciende en la empresa, la risa en los ojos de la madre soltera a la que le pagan el alquiler de su casa... ¿quién robó eso aquí?

El gusto por el detalle, el deseo de crear cosas, el regalo inesperado, la chimenea de su yaya noruega, las fotos de cuando jugaban en la playa... ¿inexistentes?

Podría seguir hasta el vómito. Pero no es necesario. Me gustan los realities yanquis porque me endulzan las situaciones hasta el paroxismo, porque saben captar el temblor, la sonrisa triste, el pulso de las historias.

Saben captar el pulso de las historias, repito.

Y lo captan hasta el final, hasta la última broma, el último beso y los títulos de crédito.

Pulso.

Tan importante en el desarrollo de cualquier historia que sin él no hay nada.

Vacío.

Distancia.

Asco.

Fin.


dissabte, 4 de maig del 2013

Confesión núm. 20

La imagen que me muestra el espejo no soy yo. Es otra. La miro y me mira. Le hago una mueca y me la devuelve. Pero no soy yo. Yo no tengo ese aspecto. Esa señora no soy yo.

Yo camino por la luna, invento mundos y los destruyo. Yo vuelo. Yo...




Yo desaparezco en las sombras y me mimetizo con el dolor profético de las flores marchitas. Yo acaricio los nervios del pasado y templo las palabras ignorando el susurro del viento. Yo abro mis manos para sujetar el Universo y lo doblego, si me apetece, en formas cristalinas.

Yo soy única.

Yo soy hermosa.

Yo soy Dios.

Pero la señora que me mira a través del espejo es humana, está cansada, está triste a veces. La señora que me mira se ríe de mí y de mis delirios.

Esa señora a la que le sobran cien mil kilos no puedo ser yo.

Yo soy ligera como los sueños. Yo bailo entre el rocío con la languidez de la plata recién fundida. Yo escojo las estrellas que salen y acuno a los perros vagabundos que desean un hogar.

Yo soy especial.

Yo soy radiante.

Yo soy eterna.

Sin embargo, en el espejo, esa señora me recuerda cosas que no quiero. Ella sabe. Ella calla. Ella recuerda. Recuerda. Siempre. Recuerda. Lo lleva en cada cana, en cada arruga, en cada mancha de la piel. Lo lleva en el tabique torcido de la nariz. Lo lleva en las nervudas manos. Lo sabe. Lo sabe todo. Y recuerda.

Recuerda mi nombre.

El verdadero.

Recuerda lo que hice, lo que dije, quién fui y lo que nunca seré.

Recuerda el pacto.

Las alas perdidas. El cielo vacío. La humedad de la tierra.

Y cada vez que me recuerda...

... yo dejo de ser única, hermosa, especial, radiante y eterna.

Y paso a ser ella.

Dejo de ser yo.

Yo.

dissabte, 20 d’octubre del 2012

¿Qué es la felicidad?


Ni Punset, en toda su gloriosa escenificación de la neurociencia más avanzada, puede competir con esta cara manchada de chocolate y la sensación de que lo único que importa es hundir un poco más la mano para seguir pringándose de felicidad.

Ahí está ella.
Pequeña, rechoncha y feliz.

Nadie le va a decir que eso engorda, ni que obtura arterias, ni que se está ensuciando. Le sonreirán y le harán fotos. Por eso ella es feliz.

Porque la felicidad tiene mucho de ignorancia.

Y la falta de conocimiento te lleva, directamente, al gozo básico, a la hormona desatada, a la pupila bien abierta y a que tu corazón vaya como le de la gana.

La felicidad es no saber, ni cuándo ni cómo ni porqué.

Es.

Y punto.

dimecres, 19 de setembre del 2012

Confesión Núm. 19



Días raros los tenemos todos. Días que no son días. Son como noches pequeñas, sin confesiones pero con putas y maleantes. Noches de raso roto que apestan a indolencia y a una soledad acre que ofende hasta a las narices más patosas. Días como noches tontas.

Esos días.

 Hoy.

 El sol se levantó atontado, envejecido y un poco inútil. Lo agradecí. Este día era noche, ¿recuerdas? Así que la oscuridad quedó atrapada en mis retinas y recé por el tiempo ensanchado de la nada y del olvido.

Barcelona.

Cielo en capote, una verónica sin olé que nos empapó y nos dejó tiritando en la esquina del ciego que vende ilusión. No supimos decir no y el café nos dejó el alma planchada y la sonrisa colgada entre dos tirantes.

Pasaron las horas. Ojos como enormes faros aplaudían frases manidas. El gesto del que sabe y calla, o del que calla porque no sabe. O del que ni sabe ni calla.

Luego, bajé en ascensor.

Mis montañas dormidas. El beso en la puerta. La sopa esperando. El reloj que no se detiene. La muerte que acecha.

Perdí las palabras.

Yo-yo Ma desgrana Bach con la misma facilidad con la que yo elaboro dulce de membrillo. Él brilla. Yo no. Yo busco la sombra del consuelo en las comas que, por gordas, no pudieron salir corriendo. No lo consigo. Sus regordetas caras apenas pueden contener la pausa ligera del abrazo y la lágrima. Cierro los ojos.

La noche está aquí. Sincera. Fría. Paciente. Olvida la muerte el camino y se detiene a tomar un tentempié. Olvido yo las palabras y me detengo a tomar un tentempié.

Esos días.
Esas noches.
Hoy.

dilluns, 13 de juny del 2011

Mira la hora. Sí, el tiempo pasa.


Pasa y no late. Extrañamente, se detuvo angustiado en un rincón sin fondo ante las tortugas y las ranas. No quiero ni mirarle.
Si lo miro me recuerda en silencio que ya no soy. Que tal vez fui.
Si no lo miro, sencillamente, no existe.
Aunque berree, aunque se lamente, aunque solloce y parezca que está vivo.
No, no y no.
No te miro, no existes.
Pero mi yo listo, el que escondo entre las cejas y al que saco a pasear de tanto en tanto no parece conforme con esto. ¿Cómo no va a existir el tiempo?, me dice en susurros colmados de pena.
No contesto. El tiempo existe si le permito arrugarme la cara. Si el espejo me devuelve algo que no conozco. Si las fotos me muestran un ayer en el que no estuve.
Mientras tanto, dependo de lo que creo que pasó. Si es que pasó. Si es que ayer estuve aquí y no soy ahora una invención de ti. Un sueño de él. Una memoria indiscriminada de un libro.
El tiempo existe cuando la agenda toma el mando, cuando los otros toman el mando. Cuando el control se establece no por la cadencia propia de tu vida sino por la urgencia absurda de los otros.
Pero esta noche no pasa nada.
El tiempo pasa porque le oigo irse.
Me importa nada.
Menos.
Y ni siquiera le digo adiós.

diumenge, 13 de març del 2011

Confesión núm. 18


En este periplo ausentista incómodo en el que me hundí plácidamente estos últimos meses han ocurrido muchas cosas.
Cosas que ya iré contando. Si yo quiero y tú quieres, claro.
Sin embargo, hubo una que me sorprendió con una sensación extraordinaria de gratitud hacia la persona que la hizo posible. Y no, no le conozco en persona, no me debe dinero y por supuesto, no intento que me ponga un quiosco en la Gran Vía.
Estoy hablando de Martí Piñol y de su libro "Una de vampiros".
Después de mi primer libro, mostré a mi representante (poca broma, tengo representante o por lo menos lo tenía) unas cien páginas de una novela sobre vampiros. En aquel momento solo Anne Rice ocupaba las estanterías y ni por asomo los vampiros eran críos que brillaban al sol. Lola se emocionó y me encomió para que la continuase. A trompicones lo hice (no fueron buenos tiempos aquellos) y cuando me faltaba poco para terminar el tochaco empezaron a surgir como setas libros de vampiros. Cada día una novedad, a cuál más sonrosada y pegajosa. Mi libro empezó a marchitarse a ochenta páginas de su final. Su protagonista me miraba perplejo. "Vamos, tía" -me decía- "joder, que es una tarde y media y me sacas de aquí".
Pero no lo hice.
Ahí está anclado, a ochenta páginas del final.
Perdí la fe en los vampiros.
Perdí la fe en la diversión vampírica.
Y entonces, vino Martí. De lengua desenfrenada, frase corta y muchas ganas de divertir. Se plantó en mi casa (bueno, él no, se plantó su libro después de ir religiosamente a La Llopa a comprarlo), me guió un ojo y me agarró la mano. No me soltó hasta un poco más tarde.
Complacida como una niña ante una Feria de Monstruos maravillosos.
Recuperada mi fe en los vampiros.
No es nada fácil para un escritor romper con lo preestablecido, sobretodo en esta sociedad en la que andamos en la que todo el mundo sabe siempre mucho más que tú. Y si alguien dice que a los vampiros les van las vírgenes de quince años, pues ahí se queda la cosa y tú, como siempre, te jodes (a ver quién le cuenta a semejante individuo que ante una virgen de quince años nadie puede hacer nada porque siempre ganan)
Así que aplaudo hasta el éxtasis a Martí, por sus dos cojones (o tres o uno, que no los he visto, te recuerdo) y por su forma increíble de llevarnos de paseo. Con tópicos, sí, con requiebros, sí, con palabrotas, por supuesto. Y si quieres otra cosa, te lees a Larsson otra vez y deja de dar por el mismísimo orto (que para ti, es culo)
Pero si buscas un rato bueno, con guiños para tu yo anterior, con cariños para lo que fuiste una vez... pues ya tardas. Ve y cómprate este libro.
Y yo seguiré agradeciéndole que lo hiciese, que no le importase que le doliese la espalda, que no perdiese la fe en sus personajes ni en sí mismo, que siempre tenga una palabra para ti si le dices algo sobre su trabajo (y generalmente, es una palabra amable)
Lo agradezco porque necesito recuperar a mi parte escritora, la que se sumerge sin miedo en otros mundos, la que ríe y la que llora y dejar de lado a este fantoche manipulador en el que me he convertido para poder pagar la hipoteca.
Gracias Martí por recordarme que otras cosas son posibles.
Y tú, lárgate ya a comprar el puto libro, joder.

diumenge, 28 de novembre del 2010

Confesión núm. 17




Suena en la tele que ya empieza el circo de los recuentos. Miraremos las cifras y nos las pintarán en 3D, que los fracasos con volumen parecen menos. Los candidatos no podrán decir lo que quieren sino lo que otros -otros como yo- les habrán escrito. Que si son felices, que si todos ganan, que si continuaremos luchando...
Tengo miedo.
He ido a votar porque creo sinceramente en que podemos hacer algo bueno. Juntos.
He mirado la cara de los más mayores, los instintos de los jóvenes, la sensación festiva que en mi pueblo se destila en cada minuto electoral. Pero no me sentí especial votando. No sentí que en ese momento mi vida fuese a mejorar. Simplemente, pensé en la opción menos dolorosa, la que podía aportar algo -aunque no congregue mucho con su base de pensamiento- y tal vez, sacarnos de este pozo negruzco lleno de gilipollas.
En mi pueblo, el PP ni se acerca. Y a Dios -el suyo- gracias.
Nunca entendí lo que pretenden ni lo que buscan. En estos momentos, me sobran. Me sobran sus ataques, su forma de pensar y su forma de atacar. Y no, no me sobra la derecha. En todo poder siempre debe existir la dualidad para el equilibrio. Hay fachas que me caen bien (mira, Leopoldo Abadía) y con los que iría al fin del mundo. Gente de convicción, de pensamiento preclaro. Gente con la que merece compartir el pan.
Y también hay progres que me gustan, que ordenan el mundo en pensamiento y con los que también iría al fin del mundo. Gente valiente.
Es decir, que no importa mucho porque en el fondo, la buena gente es lo que realmente merece la pena.
Yo soy izquierdosa. Por si no lo sabías.
Me gusta el pensamiento libre y que se progrese en libertades.
Me gusta la gente buena.
Y la buena gente.
Así que ahora me dirigiré a ver la tele y participar un poco más de este circo deseando que esta vez, por favor, ganen las buenas personas, que luchen por la buenas personas y que nos den un poco de paz.
A todos.
Izquierdas, derechas.
Buena gente.
Por ti y por mi.